Columna

Lecciones para el próximo temporal: hacia la gestión del riesgo en O’Higgins

Ricardo Fuentealba

Investigador del Instituto de Ciencias Sociales

Universidad de O’Higgins (UOH)

En menos de dos meses, el centro-sur de Chile ha sufrido dos periodos de emergencia con graves impactos sociales y económicos. Junto con las regiones del Maule y Ñuble, la Región de O’Higgins ha sido la más afectada por el temporal que se vive en nuestro país. Crecidas de ríos y esteros, deslizamientos de tierra, y diversas zonas urbanas inundadas, llenan las imágenes de la televisión y los diarios. La manera en que entendamos estos fenómenos va a determinar qué acciones de prevención y recuperación se adopten en el futuro. Nuestra historia reciente y los estudios comparados nos aportan lecciones en ese sentido.

Primero, los temporales pueden resultar novedosos por su magnitud. Pero aun cuando parezcan ser inesperados y resultado de los vaivenes de la naturaleza, son en realidad la expresión de una nueva era global de emergencia climática. Son imágenes que se repiten en diversas partes del mundo: más que algo excepcional, se trata de una nueva regularidad que excede la realidad nacional. Este contexto nos conmina a avanzar en medidas de mitigación del cambio climático, así como iniciativas de adaptación a un ambiente diferente, considerando nuestras características regionales. Se requieren más estudios científicos, más voluntad política y decisiones basadas en evidencia, además de comunidades más preparadas, para ajustarnos a esta nueva realidad. La ansiada resiliencia no vendrá de la nada, sino que de nuestro actuar colectivo.

En segundo lugar, debemos insistir en que los desastres no son naturales. Los peores impactos del temporal los vemos en personas afectadas por diversos procesos sociales que condicionan su vulnerabilidad: exclusión, aislamiento, falta de oportunidades, y/o que habita lugares con una deficiente planificación urbana o territorial. Siempre le llueve a quienes ya están mojados. Los desastres por tanto resultan de cómo nos relacionamos con la naturaleza y el territorio y por tanto están íntimamente ligados a nuestro modelo de desarrollo: a cómo se organizan las relaciones sociales y económicas; a cómo se vincula el Estado y las empresas; a qué principios nos guían como sociedad. Asumir esto implica que los desastres y sus riesgos subyacentes tienen un componente social que debemos repensar y transformar.

Y tercero, estar mejor preparados y prevenir estos impactos es una tarea de todos. Esto es lo que demanda la Ley 21.364 al requerir el compromiso absoluto de organismos del Estado y de la sociedad ante estos fenómenos. Esta ley además crea el Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (SENAPRED), que reemplaza a la ONEMI (en un largo proceso de cambio que inició el 27F). Más allá de la visión jerárquica y basada en emergencias de ONEMI, esta nueva institucionalidad tiene un foco en las diversas fases de gestión del riesgo (mitigación, preparación, respuesta y recuperación). Además, en SENAPRED recae la responsabilidad de coordinar a los diferentes actores, recursos y conocimientos para la respuesta y la prevención de estos eventos. Aunque SENAPRED comenzó a operar recién en enero de 2023, se podría iniciar una nueva etapa en la gestión del riesgo en nuestro país.

En definitiva, mientras estamos aún en la fase de respuesta, lo que estamos viviendo no acabará con el fin del temporal ni tampoco culminada la emergencia. Los desastres no terminan por decreto. Por tanto, debemos rescatar lecciones para los próximos temporales. Hay que aprender a adaptarnos a nuevas amenazas mientras buscamos transformar las causas de raíz de la vulnerabilidad. Y mientras seguimos empujando cambios institucionales en esa dirección, se necesita una gestión del riesgo que considere a las comunidades, sus experiencias y sus vínculos con los territorios, para así reorientar nuestro modelo de desarrollo hacia mayores niveles de sostenibilidad e inclusión.

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